
La distinción entre la autoexigencia y la excelencia es algo muy manido en el ámbito del coaching, pero también un tema que aparece muy recurrentemente en las sesiones de psicoterapia. El otro día un cliente comentó que se consideraba una persona muy autoexigente, sufriendo mucho por ello, y que quería saber de dónde provenía esa gran autoexigencia.
La autoexigencia es una actitud que va fraguando desde la infancia y la adolescencia, y que se ve muy influida por el contexto cultural en el que vivimos y por la educación recibida. También es posible que en algún momento de nuestro desarrollo hayamos reaccionado desmesuradamente ante alguna situación y que a partir de entonces esa autoexigencia se haya instalado en nosotros como una forma de manejar el déficit, el conflicto u otro tipo de vivencia desagradable.
En la exigencia el “ser” suele confundirse con el “hacer” (“yo soy lo que hago”) y con los resultados de las acciones. No se admite el error y este suele vivirse como un fracaso. Por ello suele darse una alta necesidad de control o de autoafirmación narcisista. Porque si cometo un error, soy yo quien falla. Lo importante ahí es cumplir con una imagen idealizada de uno mismo. Y por esta razón, cuando somos muy autoexigentes y no conseguimos estar a la altura de lo que debemos ser o de nuestra imagen idealizada, pueden aparecer diferentes tipos de emociones, como la ira, la culpa, la vergüenza, etc. Son emociones muy vinculadas con la autoexigencia.
Por ejemplo, la culpa surge cuando sentimos que nuestras acciones han provocado un daño a otras personas, pueden afectar a la relación con ellas, o bien por omisión cuando ciertas acciones que considerábamos como necesarias no se llevaron a cabo. La culpa está íntimamente vinculada a nuestros valores y normas morales (lo que debo ser), y es un producto del “superyo”, un aspecto de nosotros que se fue formando desde la temprana infancia. El caso es que la culpa cumple con una función psicológica y por ello no puede considerarse como una emoción negativa o positiva. Cuando es una culpa funcional, se trata de una emoción consciente y reparadora (ayuda a resolver un problema), se basa en hechos (comportamientos concretos) y está delimitada en el tiempo. Sin embargo, cuando la culpa es disfuncional, se basa en unos valores o normas morales que no pertenecen a la persona, a la vez muy rígidas y que perduran en el tiempo.
Por otro lado, la vergüenza es una emoción muy ligada a la identidad, que surge cuando la autoimagen ha quedado, o puede quedar, en entredicho. En este sentido, la vergüenza es una emoción más primitiva que la culpa y está asociada al narcisismo. El foco de atención es la discrepancia entre el “yo real” y el “yo idealizado”. La vergüenza tiene un lado funcional o positivo: puede mostrarnos nuestra vulnerabilidad, algo que podemos desarrollar o bien que es mejor aceptar de nosotros mismos. Sin embargo, la vergüenza tiene un lado disfuncional o negativo: ya sea cuando hay una gran necesidad de admiración o bien cuando esa vergüenza es tan implacable con uno mismo que merma la autoestima y la capacidad de acción.
Por el contrario, la excelencia es una actitud que sí admite el error, pues éste se acepta como algo inseparable a la experiencia o como un aprendizaje necesario en todo avance y recorrido creativo. Es por esta razón que en ella hay una menor necesidad de control y autoafirmación narcisista. El “ser” no se confunde tanto con el “hacer” y los resultados de las acciones, y por ello la autoestima no se ve tan comprometida. Uno es capaz de confiar y lo que toma valor, entonces, es el propio proceso (y no tanto la meta) así como la posibilidad de contribuir al mismo.
En el libro “Conoce tu ansiedad y aprende a gestionarla” se explica con profundidad la actitud “autoexigente” y su conexión con las emociones . Puedes consultar el libro aquí: https://www.humanodevelopment.com/conoce-tu-ansiedad-y-aprende-a-gestionarla/